#042 🐒 Decidimos en S, no en línea recta
Inteligencia (II), ¿cómo utilizas la inteligencia artificial en tu día a día? y el frikismo como factor diferencial
Durante mucho tiempo, la economía se sostuvo sobre una figura imaginaria: el Homo economicus. Un ser perfectamente racional, calculador, capaz de sopesar cada alternativa y escoger siempre la que maximice su beneficio. Las decisiones eran una fórmula lineal: sumas pros y restas contras, lo multiplicas por las probabilidades de que suceda y, después de comparar todas las alternativas, te quedas con la opción que ofrezca mayor utilidad esperada.
El problema es que ese personaje nunca ha existido fuera de los manuales de economía.
La realidad es mucho más complicada. Y tuvieron que llegar dos psicólogos para mejorar el modelo con el que los economistas entendían nuestra toma de decisiones. Si llevas tiempo por aquí seguro que te suenan: son Daniel Kahneman y Amos Tversky, los padres de la economía conductual y los culpables de que los sesgos se hayan popularizado hasta el punto de que lo conozcan hasta las abuelas.
En la newsletter de esta semana vamos a hablar de uno de esos modelos erróneos pero tremendamente útiles. La teoría prospectiva de Kahneman y Tversky nos ayuda a entender por qué invertimos tan mal, por qué nos arriesgamos más de la cuenta y cómo muchas veces nos complicamos la vida hasta el punto de sabotear nuestra propia felicidad.
La curva de utilidad
Los economistas clásicos veían la utilidad como una línea recta ascendente y a las personas como maximizadores de su posición en esa recta (cuanto más alto, mejor). Kahneman y Tversky nos muestran que la realidad se parece más a una S.
Esta forma refleja tres ideas cruciales: decidimos comparando, evitamos perder más de lo que buscamos ganar y cada ganancia importa menos que la anterior.
Decidimos comparando
No evaluamos ganancias y pérdidas en términos absolutos, sino en comparación con un punto de referencia. Ese punto puede ser nuestro sueldo actual, las expectativas que teníamos o incluso lo que vemos en quienes nos rodean. Por eso un aumento del sueldo del 5% puede parecernos fantástico… salvo que descubramos que a un compañero le han subido el 10%.
Ese punto de referencia no es fijo: cambia según cómo se nos presente la información. Esto es lo que conocemos como framing o encuadre, una de las técnicas más poderosas de persuasión a la que dedicamos uno de los últimos episodios de la anterior temporada del podcast.
Imagina que un médico te dice que una operación tiene un 90% de éxito. ¿La aceptarías? ¿Y si ahora te presentan la misma operación diciendo que tiene un 10% de mortalidad? La cosa ya no suena igual, ¿verdad? Porque aunque objetivamente sea lo mismo, la forma en que se enmarca el resultado cambia nuestro punto de referencia, y a partir de ahí juzgamos el riesgo.
El encuadre importa tanto que puede inclinar decisiones cruciales en un sentido o en otro, incluso cuando los números son idénticos. Y lo peligroso es que rara vez somos conscientes de cómo ese marco está moldeando nuestras elecciones.
Evitamos perder más de lo que buscamos ganar
La segunda gran idea que incorpora el modelo de Kahneman y Tversky es que no sentimos igual las pérdidas que las ganancias. De esta idea, que se conoce como aversión a la pérdida y que Munger llama sobrerreacción a la privación, ya hemos hablado en más de una ocasión. La cantidad de placer que nos proporciona encontrarnos 10 euros en el suelo no coincide con la cantidad de, digamos disgusto, que nos produce perder 10 euros.
Este simple desequilibrio explica un montón de comportamientos que, desde fuera, parecen irracionales. Por ejemplo: por qué muchas personas prefieren mantener inversiones ruinosas antes que venderlas y reconocer la pérdida, por qué acumulamos cosas que ya no usamos —«por si acaso»— o por qué nos cuesta tanto dejar un trabajo o una relación que ya no nos hacen felices. La perspectiva de perder lo conocido duele más que la posibilidad de ganar algo mejor. O como dice el refranero español: «Más vale malo conocido que bueno por conocer».
En términos de decisiones, esto nos convierte en criaturas más conservadoras de lo que creemos. Preferimos mantenernos en terreno seguro antes que arriesgarnos, incluso si el riesgo es bajo y la posible ganancia alta.
Cada ganancia importa menos que la anterior
La tercera idea es que no valoramos las ganancias ni las pérdidas de manera lineal. El salto de ingresos entre 0€ y 2.000€ al mes nos impacta mucho más que el de pasar de 10.000€ a 12.000€. Del mismo modo, perder los primeros 2.000€ duele mucho más que perder los últimos de una larga racha de pérdidas.
A esto se le llama rendimientos marginales decrecientes: cada ganancia o pérdida adicional pesa menos que la anterior. Y tiene un efecto todavía más curioso cuando hablamos de riesgos y probabilidades.
La teoría prospectiva muestra que tendemos a sobreponderar lo que es seguro y lo que es improbable. Valoramos la certeza como si fuera un tesoro: preferimos un beneficio pequeño pero garantizado antes que un beneficio mayor con una probabilidad muy alta, aunque objetivamente nos convenga más lo segundo. Esa preferencia por la seguridad es la que hace tan atractivos los seguros.
En el otro extremo, también inflamos mentalmente las probabilidades bajas: un 1% de probabilidad no se siente como «casi imposible», sino como «quién sabe, quizá me toque a mí». De ahí la popularidad de las loterías y los juegos de azar.
Este sesgo hacia la seguridad absoluta y la fascinación por lo improbable explican por qué tomamos tantas decisiones aparentemente contradictorias: nos aseguramos contra riesgos ridículos mientras gastamos dinero en juegos donde las probabilidades están en nuestra contra.
Conectando los puntos
Las tres ideas de la teoría prospectiva —comparar con un punto de referencia, sufrir más con las pérdidas que disfrutar con las ganancias y acostumbrarnos demasiado rápido a cada mejora— no solo explican por qué invertimos mal o por qué tomamos riesgos extraños. También nos dan pistas muy valiosas sobre nuestra felicidad.
Porque al final, la felicidad no depende tanto de lo que tenemos en términos absolutos, sino de cómo interpretamos lo que tenemos. Si nuestro punto de referencia siempre es alguien que gana más, siempre estaremos por debajo. Si dejamos que el miedo a perder nos paralice, quizá nunca nos atreveremos a buscar lo que realmente queremos. Y si esperamos que cada nueva ganancia nos dé satisfacción duradera, pronto descubriremos que nuestra mente siempre pedirá más.
El modelo es erróneo, como todos. Pero es tremendamente útil porque nos recuerda que vivimos en el terreno de las comparaciones, las expectativas y las percepciones. Y que, a diferencia de lo que pensaban los economistas clásicos, no basta con tener más para vivir mejor.
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