#033 ❤️🔥 El aprendizaje que nos hace humanos: ese fuego que no cabe en el matraz
Mónica Meika, JaimeGPT y la magia del framing
Mónica Meika es la directora del Instituto Tramontana, una escuela que busca sacar a las personas de la matraz de las profesiones para formarlas como personas autónomas, críticas y con pensamiento propio. Fundada en 2019 y desde una actitud humanista y multidisciplinar, forman a quienes crean empresas, productos y servicios digitales, convencidos de que no hay sentido en el trabajo si no se consagra a algo más que la eficiencia.
El Instituto es un lugar especial. Allí, Jaime dirige el programa de Desarrollo Directivo y Liderazgo. Allí, hemos grabado muchos directos de kaizen. Y allí, Sergio ha aprendido, de la mano de Máximo Gavete, la ventaja táctica que ofrece la Filosofía.
En este texto, Mónica nos comparte su visión del aprendizaje y la formación, recuperando conceptos enterrados por el tiempo que nos conviene recordar en una era reinada por la eficiencia y la inteligencia artificial.
La palabra que perdimos
Hay una palabra hermosa en alemán: Wissenschaft. Donde nosotros fragmentamos —ciencias por aquí, letras por allá—, ellos ven un todo. La sociología es tan Wissenschaft como la física. La filosofía comparte el mismo prestigio que las matemáticas. No hay jerarquías entre saberes, sólo formas distintas de aproximarse a la misma sed: entender el mundo.
Esta unidad perdida tiene un nombre antiguo: educación liberal. La educación que te libera del único punto de vista que conoces y de la tiranía de lo inmediato. Que te enseña a pensar antes de enseñarte a hacer. Pero hoy vemos profesionales brillantes atrapados en el matraz de su expertise. Diseñadoras que olvidaron por qué diseñan, programadores que nunca se preguntaron para quién construyen.
Los griegos lo entendían con su paideia. No querían formar especialistas sino ciudadanos. Para ellos, el gimnasio y la academia no eran espacios separados, porque sabían que el pensamiento no puede existir sin cuerpo, y la virtud no se alcanza sin práctica. La educación no era sólo sobre la mente, sino sobre el ser completo. Los alemanes lo continuaron con la Bildung: formación como transformación interior, cultivarse a través del encuentro con lo diferente.
Pero estas voces se han ido apagando. Las universidades se convirtieron en fábricas, los estudiantes en clientes, el conocimiento en mercancía. Ya no preguntamos «¿quién quieres ser?» sino «¿qué utilidad tienes?». Y en ese cambio, hemos olvidado lo más esencial. El verdadero conocimiento no sirve para producir, sino para enseñarnos a ser.
La resistencia
Existe una resistencia silenciosa contra esta fragmentación. Que entiende que hay saberes que valen por sí mismos. Que leer a Homero no te hará más productivo, pero te hará más humano. Que la belleza no es un lujo, sino una necesidad tan vital como el pan. Nuccio Ordine lo llamaba «La utilidad de lo inútil». Esa hermosa paradoja de que aquello que no produce beneficio inmediato es precisamente lo que nos salva de convertirnos en autómatas. Las ciencias sociales como forma de resistencia.
Richard Feynman tocaba los bongos. No porque fuera útil para la física cuántica, sino porque la música le enseñaba patrones que después reconocía en las partículas. «Estudia con pasión lo que más te interesa, de la forma más indisciplinada, irreverente y original que puedas», decía. La indisciplina como método. La unión entre disciplinas.
Las ciencias sociales son, ante todo, una escuela de empatía. Cada novela es un ejercicio de habitar otra piel. Martha Nussbaum lo llama «imaginación narrativa»: esa capacidad de ponerse en el lugar del otro. Sin ella, nos olvidamos de lo que nos hace humanos y acabamos creando para personas que no existen, dando forma a soluciones brillantes para problemas que nadie tiene.
El fuego que no cabe en el matraz
El matraz de las profesiones nos promete eficiencia, especialización y éxito medible. Pero el pensamiento, el verdadero pensamiento, necesita espacios más amplios. Necesita vagar, perderse, buscar conexiones improbables entre mundos dispares. Porque sólo ahí, en el caos de la incertidumbre, nace lo que aún no tiene nombre.
Los clásicos, como recuerda Irene Vallejo, no sobreviven por nostalgia académica. Sobreviven porque cada generación encuentra en ellos respuestas a preguntas que ni siquiera sabía formular. Sócrates nunca escribió nada. Nunca otorgó un título. Y, sin embargo, 2.400 años después, seguimos usando su método. Porque entendía que el conocimiento no se transmite: se alumbra. Que aprender siempre fue un acto de amor compartido.
Hay una dignidad en las ciencias sociales que ninguna métrica puede capturar. La dignidad de quien lee poesía sin buscar optimizar su tiempo, de quien se detiene ante una metáfora precisa sólo por el placer de comprenderla. Cuando un CEO lee a la filósofa Hannah Arendt, no está escapando de sus KPI. Está recordando que pensar es una forma de cuidado, y que sin pensamiento, incluso las mejores decisiones pueden volverse ciegas. Que la verdadera innovación nace cuando un equipo tiene permiso para pensar, no sólo para producir. Cuando una diseñadora estudia a Platón, está entendiendo que antes de crear interfaces necesita comprender qué es la belleza, qué es el bien, qué es lo justo. Esta dignidad es la que nos separa de las máquinas.
La tecnología no es neutra. Internet fragmenta nuestra atención, los algoritmos predicen antes de que pensemos, y la inteligencia artificial empieza a decidir por nosotros. Nos hace olvidar cómo sostener una idea compleja. Muchas veces, incluso, decide qué verdad vemos. Sólo el ejercicio paciente de las ciencias sociales —esa lectura lenta, ese pensar sin resultado inmediato— nos devuelve la profundidad. Y más importante: nos devuelve la capacidad de sentir. Porque una mente que sólo optimiza es una mente que ha olvidado cómo amar.
Y es que yo fui una de esas personas que el sistema tachó de fracaso escolar. Algo así como inadecuada para el conocimiento, que no era suficiente. Hoy, curiosamente, dirijo una escuela donde el pensamiento tiene espacio para respirar. Aprendí que no era yo la que fallaba, sino un molde demasiado estrecho para contener la inmensidad de una pregunta.
Porque no somos fórmulas ni funciones, sino dudas que respiran. Somos el temblor de una voz que se atreve a preguntar. Y quizás, quienes fuimos llamados error seamos ahora quienes podamos ver que el sistema olvida lo esencial: que no se trata de saber hacer, sino de saber ser. Ser lo suficientemente valientes para dudar, lo suficientemente humildes para aprender. Ser curiosas. Ser, tal vez, un poco más libres.
Defender la educación liberal y las ciencias sociales no es un gesto romántico. Quizá es más una urgencia. Porque lo que está en juego no es solo el conocimiento, sino la humanidad. Necesitamos menos instrucciones y más preguntas. Menos certezas y más asombro. No para tener respuestas definitivas, sino para vivir mejor dentro de las preguntas.
Porque mientras haya una persona leyendo poesía en voz baja, un maestro que cita a Safo o una profesional que se detiene a escuchar antes de decidir, el fuego seguirá vivo. Ese fuego que no cabe en ningún matraz.
Y en ese fuego —preciso, indócil, libre— quizás aún podamos encender el mundo.
Porque pensar y ser, al fin y al cabo, es también una forma de cuidarlo.
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🎙️ Episodio de la semana: #236 Influencia: la magia del framing
¿Por qué algunas ideas nos impactan más que otras? En este episodio exploramos el encuadre y cómo transforma nuestras percepciones y decisiones. Por el camino:
🎩 Magos y políticos
📱 Distorsionar la realidad
🐊 El cocodrilo y el juez
🛠 El efecto Bricomanía
➕ Y mucho más
Web | Apple | Spoti | iVoox | (en Youtube se publicará a lo largo del día de hoy)
💛 Mónica nos recomienda: compartir lo que nos conmueve
Seguramente esperas un libro, una película o algún artefacto cultural que guardar en favoritos. Pero la educación humanista más profunda muchas veces no está en lo que podemos comprar o descargar. Está en los gestos gratuitos, en lo que ya tenemos pero no vemos.
Durante mis últimos años, compartí poemas con frecuencia con alguien especial. A veces Amalia Bautista, a veces un verso encontrado al azar. Ya no se los puedo enviar, pero aprendí que en ese acto simple —compartir belleza sin esperar nada a cambio— estaba el acto educativo más puro. El de recordar que antes que profesionales, somos humanos que se conmueven.
Elige a alguien. Incluso en una reunión laboral. Busca un verso que te toque. Compártelo. Mañana otro. Verás cómo en ese gesto aparentemente inútil se reconstruye, letra por letra, esa palabra que hemos perdido. Porque no busca nada. Solo dice: «esto me pareció hermoso y pensé que quizás a ti también».
Anímate a compartir tu poema en comentarios.
Este es el mío para ti 💛
Al cabo, son muy pocas las palabras que de verdad nos duelen, y muy pocas las que consiguen alegrar el alma. Y son también muy pocas las personas que mueven nuestro corazón, y menos aún las que lo mueven mucho tiempo. Al cabo, son poquísimas las cosas que de verdad importan en la vida: poder querer a alguien, que nos quieran y no morir después que nuestros hijos. Amalia Bautista
Yo sé que existo
porque tú me imaginas.
Soy alto porque tú me crees
alto, y limpio porque tú me miras
con buenos ojos,
con mirada limpia.
Tu pensamiento me hace
inteligente, y en tu sencilla
ternura, yo soy también sencillo
y bondadoso.
Pero si tú me olvidas
quedaré muerto sin que nadie
lo sepa. Verán viva
mi carne, pero será otro hombre
—oscuro, torpe, malo— el que la habita...
Angel Gonzalez
Me ha encantado!!