#030 🕹️ No te manipulan: manipulas a los manipuladores para que te manipulen
Encuentro kaizen, futurismo, cómo nuestra mente da forma a la realidad y mucho más.
¿Por qué creemos lo que creemos? ¿Son especiales nuestras creencias morales, o son solo preferencias disfrazadas de verdad absoluta? ¿Somos víctimas pasivas de la manipulación o en realidad buscamos ser manipulados?
Para responder (y cuestionar) estas preguntas, hemos invitado a la newsletter a Sergio Parra, periodista y colaborador en medios como National Geographic, Muy Interesante o The Wild Project. En su newsletter personal, Sergio navega por ideas como las de esta edición con un enfoque riguroso, provocador, contraintuitivo y accesible.
Recientemente ha lanzado Sapienciología (que puedes comprar aquí): un libro con ideas para desarrollar el pensamiento crítico y ser un poco más sabio. Es un complemento ideal a la serie del podcast En busca de la sabiduría, ya que indaga en esta cualidad desde un enfoque muy diferente al de Peter Bevelin.
En esta edición, Sergio explora cómo nuestras creencias funcionan como mecanismos sociales y cómo a menudo somos cómplices activos en nuestra propia manipulación.
¿Por qué nuestra aversión hacia los nazis no se parece en nada al rechazo que sentimos por la col rizada o a la preferencia por el helado de chocolate frente al de vainilla? Esta pregunta, que a primera vista puede parecer disparatada, es en realidad el núcleo de un estudio de 2019 sobre los fundamentos de la moralidad, titulado The Difference Between Ice Cream and Nazis.
Su autor, P. Kyle Stanford, del Departamento de Lógica y Filosofía de la Ciencia de la Universidad de California en Irvine, se pregunta por qué tratamos la moral como si fuera un conjunto de reglas absolutas y no como simples gustos personales.
Aunque uno podría razonar que basta con preferir a las personas buenas y evitar a las malas —como quien opta por el chocolate en vez de la vainilla—, lo cierto es que preferimos pensar que la moral está más allá del gusto o la estética. Que es algo más objetivo, universal, inapelable. Fingimos —aunque de forma inconsciente— que las normas morales no son solo preferencias personales, sino obligaciones que se imponen por sí mismas a todos los seres humanos.
Conceptuar la moral como algo diferente, «fuera de nosotros», fue útil para sobrevivir y formar sociedades más estables. Es una ficción necesaria, una narración compartida, como la que une a quienes rezan al mismo dios.
Si yo siento que una norma es válida solo para mí, entonces no tengo razones para exigir que otros la cumplan sin incurrir en una inmoralidad. Pero si la siento como algo universal, impuesta desde «fuera», entonces espero que todos la cumplan, y puedo rechazar y hasta condenar a quien no lo hace sin dejar de mostrar una sonrisa afable.
El poder ilusorio de los demagogos
No es la moral el único dispositivo que tratamos como si fuera objetivo, cuando en realidad es una herramienta subjetiva que proyectamos hacia afuera para reforzar la cooperación y protegernos de quienes no juegan limpio. Esa misma lógica se reproduce en muchos otros ámbitos. Por ejemplo, el de la propaganda, las fake news, la manipulación ideológica y la demagogia.
Creemos que somos víctimas pasivas de la manipulación, que alguien nos ha engañado o nos ha colado una narrativa «desde fuera». Pero, «desde dentro», deseamos ser manipulados, porque eso nos permite alinearnos con otros que comparten esa misma ilusión. Nos dejamos moldear porque anhelamos formar parte de un relato común. Fingimos que el mensaje viene «de fuera» —de un periódico, un gurú, un algoritmo, un dios—, pero en realidad lo hemos invitado a entrar por el deseo de sentirnos parte de la tribu.
Y aquí aparece el manipulador, no como un creador de relatos, sino como alguien que reconoce este deseo colectivo y lo convierte en una oportunidad: ofrece una historia que nos permite sentirnos elegidos, lúcidos, diferentes, unidos. Se convierte en el dios al que todos rezan no porque imponga su poder desde arriba, sino porque nosotros se lo entregamos desde abajo, a cambio de una narrativa coherente, de un sentido que nos sirva para distinguirnos de los demás y reforzar la comunidad.
Este enfoque explicaría cómo es posible que haya quien afirme que la Tierra es plana o que Bill Gates pretende implantar microchips a través de las vacunas. También que ciertas ideas políticas de trazo grueso logren tanta adhesión. No se trata de un fallo del razonamiento, sino de una función de nuestro cerebro social. Esas creencias no buscan ser verdaderas, buscan ser distintivas. No se adoptan tanto por análisis como por oposición: por llevar la contraria al rival ideológico, por marcar una diferencia simbólica. Como quien opta por vestir de una forma concreta, hablar con cierto acento o usar un argot particular. Es pura señalización: «yo soy de los nuestros, no de los otros».
En ese sentido, las creencias, tanto laicas como religiosas, funcionan como uniformes tribales. Su valor no reside en su contenido racional, sino en su capacidad para cohesionar el grupo, generar identidad y trazar fronteras. La creencia se convierte en una contraseña para entrar en una comunidad cerrada. No estás afirmando algo sobre el mundo, estás afirmando algo sobre ti y sobre a quién perteneces.
Y cuanto más absurda es la creencia, más fuerte es el vínculo que genera. Como en los antiguos rituales de iniciación, el sufrimiento o el sinsentido consolidan la pertenencia. Si todo el mundo dijera cosas razonables, no habría forma de distinguir tribus. Por eso, muchos adoptan ideas estrambóticas no a pesar de lo ilógicas que son, sino precisamente porque lo son: obligan a elegir bando, a renunciar al gris.
Las fake news son los padres
Existe una arraigada creencia según la cual, cuanto menor es el nivel intelectual de una persona, mayor resulta su vulnerabilidad ante la propaganda, la demagogia o las fake news. A lo largo de la historia, se ha sostenido que determinados colectivos —mujeres, esclavos, trabajadores, minorías— eran más susceptibles a la manipulación por carecer, supuestamente, de una capacidad crítica desarrollada. También se ha creído que, si se logra impedir que alguien piense con claridad —a través del miedo, la privación del sueño o la exposición incesante a determinados mensajes—, esa persona puede ser reprogramada. En esa lógica se inscriben tanto la publicidad subliminal como el mito del lavado de cerebro.
Pero, como argumenta el científico cognitivo Hugo Mercier en Not Born Yesterday, nada de esto funciona. Ni los flashes subliminales cambian nuestras opiniones, ni la tortura consigue fabricar creyentes. La gente no es tan fácilmente sugestionable. De hecho, si realmente queremos influir en alguien, no debemos apagar su pensamiento, sino estimularlo. La clave está en dar razones, en generar confianza, en construir una narrativa convincente. No somos crédulos por defecto: somos selectivos, escépticos y exigentes, aunque a veces lo olvidemos.
En realidad, las personas más intelectualmente sofisticadas suelen destacar no por ser inmunes al autoengaño, sino por ser más hábiles al construirlo incluso para sí mismas: elaboran justificaciones más refinadas, narrativas más convincentes, trampas mentales más elegantes. No se salvan del engaño, simplemente elevan su categoría.
En este sentido, gran parte de la desinformación no se propaga simplemente per se, sino que se explica con mayor precisión si la concebimos como un mercado de racionalizaciones. Como el propio Mercier sintetiza: «Cuando escuchamos a alguien profesar alguna creencia absurda, a menudo es más productivo preguntarse no cuán crédulos son, sino qué objetivo podrían estar tratando de lograr».
Dan Williams, filósofo de la Universidad de Sussex, también advierte que comparar la desinformación con un virus es engañoso y distorsiona nuestra comprensión de cómo funciona realmente. No se trata de un agente externo que nos infecta, sino de un fenómeno profundamente entrelazado con nuestras motivaciones, emociones y dinámicas sociales. Muchas de las supuestas «técnicas» de desinformación —como la emoción, la polarización o incluso las teorías conspirativas— aparecen también en contenidos fiables. Usarlas como criterio para detectar bulos genera más confusión que claridad, pues produce falsos positivos en un entorno donde la gente ya tiende a ser excesivamente desconfiada.
En otras palabras, no se trata siempre de ser engañado, sino de desear serlo: de entregarse al engaño para poder creer, especialmente cuando la mentira ofrece más consuelo, identidad o recompensa que la verdad. En ese sentido, la desinformación no actúa tanto como una fuerza invasiva que secuestra mentes, sino como un producto ideológico diseñado al gusto del consumidor.
Y esto, si volvemos al título del estudio de Stanford, también implica a los nazis.
Hitler fue un coolhunter
Toda la investigación cuantitativa disponible indica que la propaganda en los regímenes totalitarios rara vez cambia la opinión de nadie. Lo que sí hace es amplificar preferencias que ya estaban presentes.
Por ejemplo, entre 1927 y 1933, Adolf Hitler desplegó métodos innovadores de propaganda que hoy nos resultan familiares: recorridos relámpago en avión, uso de altavoces, discursos masivos y técnicas retóricas muy pulidas. Sin embargo, un estudio de Peter Selb y Simon Munzert concluyó que esos esfuerzos propagandísticos tuvieron un impacto electoral mínimo.
Gracias a una amplia variedad de fuentes —desde diarios personales hasta informes de los propios servicios de inteligencia nazis— el historiador Ian Kershaw también ha podido reconstruir con detalle el sentir de la opinión pública alemana durante el Tercer Reich. En El mito de Hitler muestra que, durante un tiempo, el dictador contó con un respaldo popular considerable. Pero ese apoyo no surgió por el poder de su retórica, sino porque Hitler sintonizaba con un consenso ideológico ya existente. Su ascenso en 1933 no fue una imposición, sino una resonancia con ideas ya arraigadas, especialmente un antimarxismo feroz que compartía con la Iglesia, las élites económicas y buena parte de la población.
En suma, Hitler no modeló la opinión pública alemana: la reflejó. Como tantos otros demagogos, no convencía: leía el ambiente y lo explotaba.
Ni siquiera el conjunto de la maquinaria de la propaganda nazi convirtió a los alemanes en antisemitas, solo incentivó a los que ya lo eran. En cambio, en quienes no compartían esas ideas, la propaganda tuvo poco efecto o incluso ejerció un efecto contrario.
En suma, pues, lenguaje, código indumentario, moral, propaganda, ideología… todo se refuerza entre para generar cohesión interna y expulsar al que no encaja. Nos ofrece un enemigo común, un sentimiento de superioridad moral y una identidad colectiva. Y cuando todos bailan al mismo ritmo, el primero que toca la música se convierte en líder. No importa que la melodía ya sonara dentro de nosotros.
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📠 Sergio nos recomienda: «The Experience Machine: How Our Minds Predict and Shape Reality»
Durante siglos, tanto la filosofía como la ciencia han descrito la percepción como un proceso que opera de fuera hacia dentro: la luz, los sonidos, el tacto o los olores activan receptores sensoriales y, paso a paso, esa información se afina hasta ofrecernos una imagen cada vez más precisa del mundo.
Sin embargo, esta perspectiva está siendo sustituida por otra más inquietante y fascinante: la idea de que el cerebro no es un receptor pasivo de estímulos, sino una máquina activa de predicción. Un sistema que anticipa constantemente lo que cree que va a encontrar y ajusta nuestra percepción en función de esas expectativas.
Así, nuestras experiencias —desde interpretar una mirada hasta sentir dolor o decidir ir al cine— no son respuestas directas a la realidad, sino elaboradas construcciones influenciadas por lo que esperamos ver, sentir o vivir.
Nada de lo que percibimos está libre de nuestras propias anticipaciones. Vivimos inmersos en un continuo diálogo entre el mundo y nuestras predicciones sobre él. No vemos simplemente «lo que hay», sino una versión matizada, moldeada por nuestra historia personal, nuestras creencias y nuestras suposiciones más profundas. En este sentido, toda experiencia humana es, en parte, una ilusión generada por expectativas previas: una realidad parcialmente alucinada.
¿Hasta qué punto percibes el mundo o lo proyectas? ¿Cómo afecta eso a quién crees ser? Andy Clark, uno de los pensadores más brillantes de nuestro tiempo, reúne aquí décadas de investigación para explorar estas preguntas fundamentales con claridad, rigor y una extraña belleza intelectual.
Como siempre muy buen enfoque.
Me parece clave el entender que no es tanto que nos manipulen sin darnos cuenta, como que muchas veces lo que buscamos son creencias que nos den esa pertenencia. Y que no ganan las ideas más lógicas, lo hacen las que mejor encajan con lo que queremos sentir.
Un gusto leeros!